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domingo, 21 de febrero de 2016

EMPATÍA MAMÍFERA



En mi casa tenemos una oveja. Su nombre es Rasa. Nos ayuda a mantener el césped cortito y nos acompaña en nuestra vida diaria.
Rasa y yo compartimos nuestros embarazos: ella de su cría Nerina, así bautizada por nosotros por ser totalmente negra aunque de padres blancos (tranquilidad: no por motivos de adulterio sino por cuestiones genéticas) y yo de mi segunda hija, Ágata.
Cuando a ella le faltaba poco para dar a luz y a mí todavía unos meses, la miraba por la ventana dar brincos por el prado y pensaba "ojalá tuviera yo esa agilidad con una barriga tan grande". Mientras ella hacía su vida como si nada, yo .debido a mi lumbociática y a mis kilos de más, no podía ni dar un paseo por el pueblo sin notar cómo el dolor recorría toda mi espalda y piernas.
Ambos partos fueron naturales y maravillosos. Nerina nació una noche de marzo. Me levanté por la mañana, me asomé a la ventana, y ahí, al lado de Rasa, vi una bolita negra. Al principio pensé que sería caca o alguna piedra. Pero al acercar la mirada vi que esa cosita se movía. Nadie se había enterado, fue un parto silencioso y respetado, porque sólo participaron madre y cría. Rasa todavía tenía su placenta colgando de su vagina, y se la iba comiendo poco a poco.
Mi parto fue también rápido y natural, todo lo natural que pudo ser en un entorno como el del hospital. Y respetado también: tuve la suerte de encontrarme con personal sanitario encantador. Eso sí, a mí sí se me oyó, que por poco no rompo los cristales del paritorio. Y la placenta no me la dejaron comer y yo tampoco puse mucho interés en ello.
Desde el nacimiento de Nerina nunca vi a madre e hija separadas, iban a todas partes juntas y en cuanto una perdía a la otra, enseguida te dabas cuentas por cómo balaban desesperadas. Por la noche las miraba desde la ventana de mi salón: eran una cosa sola. En la oscuridad sólo veías una bola blanca de pelo y cuatro ojos amarillos que te miraban desde la lejanía. Así dormían, una dentro de la otra, como matrioskas.
Cuando nació Ágata, durante su primer mes de vida, ella no conseguía dormir si no la rodeaba con mi brazo, pegándolo a su cabecita, como si de las paredes de un útero se tratara. Como si de mi útero se tratara. Así pasamos un buen tiempo, y a pesar de mi dolor de cuello y espalda, todavía recuerdo esa época con ternura.
Rasa y yo compartimos momentos entrañables como éstos, pero también algunas penas.
Al poco de empezar a darle el pecho a Ágata tuve una mastitis. Ella por la noche no conseguía mamar bien, mamar tumbada no le gustaba... ¡con lo que me hubiera gustado a mí para poder descansar la cabeza en la almohada! Y fue así que una noche me desperté con fiebre y un pecho enrojecido e hinchado. Mastitis. Antibióticos. Retenciones. Bultos enormes. Dolor. Agobio. Se resolvió todo unos días después gracias a la ayuda de mis compañeras de La Buena Leche, que me brindaron un apoyo de un valor inestimable.
A los cinco meses de Nerina la tuvimos que separar forzosamente de su madre porque ella empezaba a destetarse sola y a comer hierba, y nuestro prado no ofrecía alimento para padre, madre y cría juntos. De un día para otro se llevaron a Nerina a su granja de origen, dejando sola a su madre.
Rasa estuvo balando y llorando un tiempo, después asumió la separación, aparentemente sin problemas. Yo en su lugar seguiría hundida en la desesperación.
Fue entonces cuando me di cuenta de que se habían llevado a su cría sin un destete gradual sino repentino. Rasa balaba y balaba, no sé si por la separación, pero yo creo que de dolor, porque sus pechos estaban hinchados y duros y no conseguía descansar.
Me sentí otra vez identificada. Esta vez no en lo entrañable de embarazo y maternidad, sino en el dolor y el sufrimiento. Sentí una empatía nunca experimentada.
Es curioso cómo, en lugar de llamar al veterinario, lo primero que se me ocurrió fue contactar con La Buena Leche, como si de una amiga se tratara y no de una oveja.
Desde las compañeras con experiencias en ganadería además de lactancia, la respuesta fue rotunda: hay que ordeñarla día sí y día no hasta que se le sequen los pechos, en caso contrario se le podrían inflamar y podría tener una mastitis. La misma respuesta recibí del veterinario, con el que contacté después.
Y así ordeñamos a Rasa, con satisfacción tanto mía por la intuición, como suya por sentir por fin que sus pechos se vaciaban. Y mientras le sacábamos la leche, se quedó dormida.
Aquí se acabó nuestro viaje juntas por las alegrías y los dolores de la maternidad. Es una pena que no podamos compartir más: control de esfínteres, vuelta al cole, cumpleaños, carnavales, rabietas...
Aún así, me doy por satisfecha. Gracias a ella me he reafirmado en mi condición de mamífera y, como nunca, me he sentido parte de la naturaleza y del mundo animal, como creo firmemente que tiene que ser.

Marta P.



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