En mi casa
tenemos una oveja. Su nombre es Rasa. Nos ayuda a mantener el césped cortito y
nos acompaña en nuestra vida diaria.
Rasa y yo
compartimos nuestros embarazos: ella de su cría Nerina, así bautizada por
nosotros por ser totalmente negra aunque de padres blancos (tranquilidad: no
por motivos de adulterio sino por cuestiones genéticas) y yo de mi segunda hija,
Ágata.
Cuando a ella
le faltaba poco para dar a luz y a mí todavía unos meses, la miraba por la
ventana dar brincos por el prado y pensaba "ojalá tuviera yo esa agilidad
con una barriga tan grande". Mientras ella hacía su vida como si nada, yo .debido
a mi lumbociática y a mis kilos de más, no podía ni dar un paseo por el pueblo
sin notar cómo el dolor recorría toda mi espalda y piernas.
Ambos partos
fueron naturales y maravillosos. Nerina nació una noche de marzo. Me levanté
por la mañana, me asomé a la ventana, y ahí, al lado de Rasa, vi una bolita
negra. Al principio pensé que sería caca o alguna piedra. Pero al acercar la
mirada vi que esa cosita se movía. Nadie se había enterado, fue un parto
silencioso y respetado, porque sólo participaron madre y cría. Rasa todavía
tenía su placenta colgando de su vagina, y se la iba comiendo poco a poco.
Mi parto fue
también rápido y natural, todo lo natural que pudo ser en un entorno como el
del hospital. Y respetado también: tuve la suerte de encontrarme con personal sanitario
encantador. Eso sí, a mí sí se me oyó, que por poco no rompo los cristales del
paritorio. Y la placenta no me la dejaron comer y yo tampoco puse mucho interés
en ello.
Desde el
nacimiento de Nerina nunca vi a madre e hija separadas, iban a todas partes
juntas y en cuanto una perdía a la otra, enseguida te dabas cuentas por cómo
balaban desesperadas. Por la noche las miraba desde la ventana de mi salón: eran
una cosa sola. En la oscuridad sólo veías una bola blanca de pelo y cuatro ojos
amarillos que te miraban desde la lejanía. Así dormían, una dentro de la otra,
como matrioskas.
Cuando nació
Ágata, durante su primer mes de vida, ella no conseguía dormir si no la rodeaba
con mi brazo, pegándolo a su cabecita, como si de las paredes de un útero se
tratara. Como si de mi útero se tratara. Así pasamos un buen tiempo, y a pesar
de mi dolor de cuello y espalda, todavía recuerdo esa época con ternura.
Rasa y yo
compartimos momentos entrañables como éstos, pero también algunas penas.
Al poco de
empezar a darle el pecho a Ágata tuve una mastitis. Ella por la noche no
conseguía mamar bien, mamar tumbada no le gustaba... ¡con lo que me hubiera
gustado a mí para poder descansar la cabeza en la almohada! Y fue así que una
noche me desperté con fiebre y un pecho enrojecido e hinchado. Mastitis.
Antibióticos. Retenciones. Bultos enormes. Dolor. Agobio. Se resolvió todo unos
días después gracias a la ayuda de mis compañeras de La Buena Leche, que me
brindaron un apoyo de un valor inestimable.
A los cinco
meses de Nerina la tuvimos que separar forzosamente de su madre porque ella
empezaba a destetarse sola y a comer hierba, y nuestro prado no ofrecía
alimento para padre, madre y cría juntos. De un día para otro se llevaron a
Nerina a su granja de origen, dejando sola a su madre.
Rasa estuvo
balando y llorando un tiempo, después asumió la separación, aparentemente sin
problemas. Yo en su lugar seguiría hundida en la desesperación.
Fue entonces
cuando me di cuenta de que se habían llevado a su cría sin un destete gradual
sino repentino. Rasa balaba y balaba, no sé si por la separación, pero yo creo
que de dolor, porque sus pechos estaban hinchados y duros y no conseguía
descansar.
Me sentí otra
vez identificada. Esta vez no en lo entrañable de embarazo y maternidad, sino
en el dolor y el sufrimiento. Sentí una empatía nunca experimentada.
Es curioso cómo,
en lugar de llamar al veterinario, lo primero que se me ocurrió fue contactar
con La Buena Leche, como si de una amiga se tratara y no de una oveja.
Desde las
compañeras con experiencias en ganadería además de lactancia, la respuesta fue
rotunda: hay que ordeñarla día sí y día no hasta que se le sequen los pechos,
en caso contrario se le podrían inflamar y podría tener una mastitis. La misma
respuesta recibí del veterinario, con el que contacté después.
Y así
ordeñamos a Rasa, con satisfacción tanto mía por la intuición, como suya por
sentir por fin que sus pechos se vaciaban. Y mientras le sacábamos la leche, se
quedó dormida.
Aquí se acabó
nuestro viaje juntas por las alegrías y los dolores de la maternidad. Es una
pena que no podamos compartir más: control de esfínteres, vuelta al cole,
cumpleaños, carnavales, rabietas...
Aún así, me
doy por satisfecha. Gracias a ella me he reafirmado en mi condición de mamífera
y, como nunca, me he sentido parte de la naturaleza y del mundo animal, como creo
firmemente que tiene que ser.
Marta P.
De madre a madre. Precioso.
ResponderEliminarQue bonito Marta, me ha encantado
ResponderEliminarNuria