Corro
a la ducha. Voy tarde, como siempre, pero me detengo un momento frente al
espejo. Ahí estoy. Soy yo. Soy la de siempre. Soy otra muy distinta. Una vida
se ha gestado en mí, se ha deslizado de mí. Una personita que ya camina por el
mundo se alimentó y se alimenta de mí. Me miro y me enorgullezco de mi cuerpo,
porque lleva impresas las huellas de esa odisea. Las veo, no como cicatrices,
sino como tatuajes; no como defectos, sino como hermosas características. Como
la cartografía misma de mi historia.
Recuerdo
aquella vieja pregunta: “Pero, ¿los pechos siempre se caen con la lactancia?”
Sonrío. Pienso para mí que la palabra no es caerse. La palabra es cambiar. De
hecho, los pechos no es que cambien por la lactancia, sino por el embarazo en
sí. Pero claro, también cambian con el tiempo, con la gravedad... existan o no
embarazos de por medio. Son cuestiones mucho menos románticas pero igualmente
inevitables. Sonrío de nuevo. Al menos para mí, entender ese cambio a través de
mi lactancia me ha descubierto una dimensión nueva con respecto a mi cuerpo.
Pienso
en mis pechos de hace tan solo un puñado de estaciones. En el recuerdo me
parecen demasiado altos, demasiado pequeños, pechos de adolescente todavía, sin
entidad, sin presencia. Ahora tienen la forma y el empaque de unos pechos de
mujer. Me hacen sentir adulta y, sobre todo, me deslumbra su utilidad. Antes,
la corriente dominante de pensamiento en nuestra sociedad consumista occidental
los había relegado a la categoría de adornos, siempre imperfectos, siempre
sometidos al juicio y la aceptación estética de otros. Ahora, los contemplo
como lo que son, como una maquinaria perfecta que ha desempeñado una función
fascinante: nutrir, amar, conectar, consolar, tranquilizar, comunicar... Son el
cordón umbilical que me une con mi bebé fuera del útero. Son su casa y, por
extensión, la mía.
Vuelvo
a mirarme en el espejo y me dejo recorrer por ese orgullo vibrante que también
mana de mis pechos y se derrama por todo mi cuerpo. Acepto su aspecto distinto.
No con contrición, ni resignada. Ahora me gustan más, a pesar de que
probablemente no superarían ningún test de los que inventa la rueda de la
publicidad, que nos vende raciones de bisturí como si de inocuos cosméticos se
tratase.
Me
apresuro a ducharme, o llegaré tarde al trabajo. De repente oigo llorar a mi
niña, pidiendo a gritos su teta. Pienso: “Total, diez minutos más... haré un
poco más deprisa el camino.” Me seco rápidamente y corro junto a ella, a
sumergirme en el abrazo de su pequeña boquita, de su alivio, de su amor. Rezumo
leche, satisfacción, vida. Soy un cuerpo enamorado.
Minerva López
¡Qué texto tan bonito!
ResponderEliminar¡ Qué bonito y qué identificada me siento ! ❤️
ResponderEliminarMañana vuelvo a trabajar uff... me veo así muchas mañanas, rezumando, sobre todo, felicidad
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